Creador de inolvidables casas en Santiago, Lima, Quito y Nueva York, Juan Salinas Lyon ha confirmado su buen gusto a través de sesenta años de coleccionismo, arte y decoración. Un momento que celebra con una subasta de su acervo más íntimo de piezas coloniales, cuadros de Matta y máscaras tribales de Oceanía, un instante en el que también se declara un ecléctico absoluto y defiende su ambivalencia: “Soy feliz porque he sabido estar con los de arriba y los de abajo”.








En su escritorio Juan Salinas Lyon tiene dos retratos en cada esquina. El de la izquierda es una foto junto a su hija Javiera y su ahijada, la princesa suizo-alemana Cleo von Andelsheim en el día de su matrimonio. El de la derecha es otra imagen donde aparece riéndose a carcajadas con María Alejandra González, una recolectora de algas de Mejillones, “la mujer más simpática del mundo, de gran esfuerzo y que se gana la vida recogiendo huiros en la playa. Con ella tenemos una amistad de muchos años. Cuando voy conversamos largas horas mientras tomamos té en una sencilla taza a orillas del mar”, cuenta a horas de iniciar la subasta que Francisco Monge organiza en torno a sus más de sesenta años de coleccionismo, viajes e investigación. Una franca secuencia de su afán recolector de cosas que ha ido depositando con ojo experto en su casa de Las Condes, un espacio arquitectónico de líneas modernas y grandes dimensiones que antes fue la residencia de Arturo Pacheco Altamirano en camino El Alba. Con 86 años, dos matrimonios, cuatro hijos y siete nietos, sostiene que su gran privilegio podría ser que le encanta tomar desayuno en la cama o que, cada vez que puede, se refugia en su departamento de Higuerillas. En Santiago, admite con entusiasmo, tiene otras agendas programadas. Como por ejemplo organizar el relato de este recorrido personal que comienza con la monumental obra de Roberto Matta titulada Eros Enfant, junto a pinturas y tapices en fibra de maguey originales de Calder, obras de Carreño, Zañartu, Balmes, Roser Bru, Oswaldo Viteri, dibujos de Miró e importantes litografías de Tamayo, Henry Moore y Araceli Gilbert. En el winter garden y camino al patio aparecen esculturas de Marta Colvin, Lily Garafulic, Marta Minujín, Marta León y Berrocal. Todo mezclado con tablas flamencas, íconos rusos, pinturas coloniales, piezas etnográficas de Oceanía y África, además de muebles ingleses y porcelanas chinas de época que se enfrentan con audacia a obras de artistas chilenos contemporáneos: la mayoría amigos personales de Salinas Lyon como Samy Benmayor, Bororo y Pablo Domínguez. Capítulo aparte merece la selección de esculturas francesas de mármol de personajes de la corte de Luis XIV, fragmentos romanos, piezas de cloisonné y objetos diversos heredados de su familia, los mismos que fundaron el barrio El Golf. Una saga que tiene su origen en los Cousiño Goyenechea que comandaron desde Lota la fortuna más grande de su tiempo a nivel mundial. Esos recuerdos, que ahora tienen rango de antigüedades con gran valor artístico, han sido custodiados por años bajo su alero.




















“Ha llegado el momento, sin embargo, que esos objetos sean aprovechados y gozados por otras personas, tal vez más jóvenes que él, o para que queden en museos y colecciones privadas, donde se conserven y los vean nuevos espectadores”, dice Francisco Monge al momento de ilustrar un momento que puede tener una im – pronta de triste despedida, pero que para Juan no es más que puro oficio. “Siempre ha sido igual, desde niño tuve esa capacidad para abrazar nuevas cosas, pero también aprendí a dejarlas ir”. Su padre fue fundador de la Bolsa de Santiago y su madre una mujer que llevaba el peso de un clan muy católico a cuestas, “aunque afortunadamente siempre con los pies bien puestos sobre la tierra”, relata. UN CABALLERO REBELDE Nació en un antiguo palacio familiar en calle Manuel Rodríguez, donde también funcionó la Nunciatura Apostólica y que después fue demolido para dar paso a una autopista. “Luego nos fuimos a vivir a la calle Hernando de Magallanes, a otra casona que tampoco ahora existe. Era un lugar increíble, con animales y uno sentía que se vivía al pie de la cordillera”. De esos tiempos, recuerda que siempre andaba en busca de objetos curiosos dentro de la misma casa para decorar su pieza, o que era el único de los hermanos que se entusiasmaba con acompañar al papá a remates y subastas. Menos riguroso era como alumno, “me echaron de varios colegios, me cargaba estudiar lo que me imponían, era revoltoso, travieso”. Su papá literalmente ‘lo mandó’ a trabajar a un banco, lugar donde apenas alcanzó a cumplir tres meses. “Era terrible. Para soportarlo me arrancaba antes de terminar el día de trabajo. Hasta que el gerente, don Ramón Iturriaga, me pilló y obviamente amenazó con despedirme… Ah, no -le dije yo-, a un caballero no se le despide. Yo me voy, porque yo así lo deseo. Después, con los años, a mí me tocó contratarlo a él… y hasta la fecha somos amigos. Las vueltas de la vida, ¿no?”. También trabajó en Copiapó, en la Minera Santa Fe, ciudad en que la que lo pasó increíble a cargo de los embarques hasta que lo trasladaron a Santiago. “Siempre llegaba tarde por las mañanas y me retaban por supuesto. Un día iba caminando por el centro y veo a través de una ventana a un hombre con una antigua estufa alemana de bronce. Le pregunté si me la podría vender y, después de un té y mucha conversación, me dijo que sí. Aproveché también de ofertarle una pequeña mesa, estilo regencia, que estaba al lado. Llegué a mi casa, lustré los bronces de la mesa y la mandé a una casa de remates. A los días me llamaron para decirme que estaba vendida por un precio que superaba todos mis sueldos de un año. Ahí dije: Esto es lo mío. A la mañana siguiente llegué a la oficina a las 11 de la mañana, le dije a mi jefe que me iba porque no lo soportaba y sólo me di vuelta para despedirme de mis amigos”.




A los años siguió especializándose, se suscribió a revistas internacionales y se estableció en Lima después de su matrimonio con Elena de la Piedra. “En esos años mandaba a hacer muebles, recuperaba casas, las decoraba con cosas de mis viajes y después les vendía. Hice un círculo grande de amigos y contactos, me llamaban de los museos”. ¿Cómo se define mejor? ¿Decorador coleccionista, martillero? Me cuesta mucho. Tal vez soy todo eso y algo más. Pero sí hay algo que me cautiva de manera definitiva es el arte y, desde esa mirada, me declaro un ecléctico absoluto. Partí con objetos prehispánicos, tal vez como una afición heredada de mi tío Carlos Cousiño Goyenechea, quien además era un gran coleccionista de arte africano, de obras flamencas y mucho más. Era un solterón que dejó casi todo al Museo de Bellas Artes y algo a mi padre. Después, como me casé con peruana, esa pasión aumentó. La familia de mi mujer eran los dueños de la hacienda de Pomalca, donde se descubrió la tumba del Señor de Sipán. Con mi cuñado arqueólogo hicimos muchas excavaciones, como hobby. Dónde enterrabas una pala aparecían piezas del pasado. Si te tuviera que enunciar algunos hitos inolvidables en estos años, ¿cuáles serían? He hecho tantas cosas. Me acuerdo cuando llegué a mi casa con un cuadro de Joan Miró dedicado a Huidobro que se lo compré a la galerista Marta Faz. Mis hermanos y mis papás, a pesar de que eran muy entendidos en arte, me dijeron: Pero ¿qué es eso? ¡Es un mamarracho! En esa época la locura era por la pintura del siglo XIX, a excepción de una que otra cosa más moderna. Era un cuadrazo. Después lo llevé a Lima y de ahí a Nueva York, donde lo vendí a muy buen precio. Admito que he hecho muy buenos negocios por coincidencia, o por suerte. A veces, claro, me arrepiento de haber vendido ese Miró o un maravilloso Boudin, que fue uno de los primeros impresionistas. He tenido muchas cosas top, pero no puedes quedarte con todo. LOS EXCESOS DE UNA ÉPOCA Junto a sus amigos, el poeta Claudio Badal y la famosa socialité y filántropa de origen nicaragüense Kitty Meyer, conoció a figuras gravitantes de los años 60 y 70, como Calder, Minujin y Warhol. “Fue la mejor época de mi vida, íbamos a Studio 54 y éramos los reyes de la noche. Estábamos rodeados de excentricidad, locura, drogas, de todo y más. En ese entonces, el relacionador público del club era nada menos que Guy Burgos, un socialité chileno que se había casado con Lady Sarah Churchill, quien además había sido mi compañero de curso. Evidentemente entrábamos sin mayor problema, pasando por alto las barreras cromadas y los dos gigantes que tenían como guardias. Se hacían filas para entrar y nosotros nos bajábamos de una limusina, nos abrían la puerta y adentro estaban como si nada Liz Taylor, Liza Minnelli, Frank Sinatra, Elsa Peretti, Los Rolling Stones o Bianca Jagger… Ahí se respiraba una libertad total, un lugar lejos del cartuchismo que imperaba del otro lado de esos muros, incluso en NY. Chile, a la distancia, era una provincia”. ¿De vuelta el impacto fue muy duro? ¿Cómo fue trabajar con una elite que en ese tiempo era más tradicional que ahora? “La verdad es que no lo sé. Nunca he hecho grandes negocios con ellos. A lo mejor tengo algo de ‘anti elite’. Soy el mismo con un rey o con una pescadora, he sabido estar con los de arriba y los de abajo. En las dos partes me río, lo paso bien y me siento uno más. Incluso, a veces me pregunto por qué me hacen entrevistas. Es algo curioso considerando que siempre me he sentido tan poco indispensable. SML

